Manolo Hernández Douen
Era tan sabroso cuando la única gran pesadilla de los Dodgers de Los Angeles era sucumbir en un duelo decisivo de su tremenda rivalidad con los Gigantes de San Francisco.
¡Qué tiempos aquellos!
Mucha gente de La Gran Manzana todavía no es capaz de perdonar a los O’Malley por mudarse a California hace más de medio siglo, pero nadie puede decir que desde entonces no se ha enriquecido la fabulosa tradición de los Dodgers.
Es cierto que edificaron una extraordinaria rivalidad con los Gigantes cuando ambos se compartían el interesante firmamento deportivo de la capital del mundo, pero con el tiempo se han convertido en Los Angeles en una de las instituciones más prestigiosas del deporte norteamericano.
Ganar siempre era lo más importante, pero la controversia quedaba al margen de lo que ocurría en el diamante, a menos que fuera generada por alguna pifia del manager de turno o una victoria desperdiciada en un agonizante noveno episodio.
La imagen pública de los Dodgers prevalecía siempre como el agua: pura y cristalina.
Ahora resulta que generan bastante publicidad, quizás tan grande como la sumada cuando Sandy Koufax tiraba un partido sin hits ni carreras tras otro, Maury Wills se robaba toneladas de bases con velocidad y pericia, Fernando Valenzuela unía la afición de todo tipo de raza con su espectacular surgimiento o Kirk Gibson pegaba el cuadrangular más sorprendente de todos los tiempos.
Sin embargo, los titulares de prensa que producen los Dodgers en estos tiempos no son necesariamente siempre los que alimentan la pasión beisbolera de su fanaticada.
Pareciera que la ferviente necesidad de conquistar un campeonato absoluto por primera vez en casi un cuarto de siglo ha pasado a un segundo plano para una de las novenas que ha hilvanado más victorias en la historia de la Serie Mundial.
La añorada espera anual por los Entrenamientos de Primavera ha sido suplantada por el surgimiento de la noticia impactante diaria sobre la desgarradora repartición de bienes, acontecimiento de proyección más larga que la telenovela más kilométrica.
Y eso tiene que terminar de una vez por todas.
Todo el mundo tiene sus problemas y no será la primera o última pareja de los anales de la humanidad que rompa su relación de manera abrupta.
Pero ser testigo de la estructuración de una novena competidora en medio de un ambiente netamente beisbolero, o ver como se cimenta dentro de la comunidad el tan bien ganado prestigio de una de las divisas más populares del planeta tiene que ser más importante para el aficionado de una franquicia tan rica en extraordinarios momentos que la feroz batalla entre sus magnates.
Para ser justos con la manera cómo ha operado recientemente la gerencia general dentro del punto de vista netamente beisbolero, robustecer el pitcheo ha sido un excelente primer paso dado por los Dodgers con miras al 2011.
Al asegurar a Ted Lilly, Jon Garland, el japonés Hiroki Kuroda y el nicaragüense Vicente Padilla para complementar a Clayton Kershaw y Chad Billingsley, tienen ahora los elementos para confeccionar una rotación mucho más promisoria que la que se vislumbraba en esta misma etapa del año pasado.
Firmar como agente libre al versátil dominicano Juan Uribe, uno de los héroes de la temporada de ensueño que acaban de disfrutar sus archirrivales Gigantes, es otro paso contundente hacia lo que pudiera ser un 2011 reivindicatorio.
El solo hecho de que Prince Fielder, poderoso primera base de los Cerveceros de Milwaukee, aparezca en un comentario de un supuesto interés por parte de los Dodgers provoca un huracán informativo mucho más placentero para un fanático blanquiazul que saber quién prevalece en la corte.
Simple y llanamente, los Dodgers saben que tienen demasiado talento como para dejar perder esta generación de peloteros que ya venía demostrando potencial al acudir a los playoffs en tres de cuatro campañas, algo que no ocurría desde mediados de la décadas de los ’90 cuando visitaron la postemporada en tres años seguidos.
La promisoria generación de los Andre Ethier, Matt Kemp, James Loney lo merece. Y hay que acentuar que la tropa blanquiazul cuenta con material extraordinario en las Ligas Menores.
El dirigente debutante Don Mattingly necesita que el foco de atención gire de nuevo sobre el béisbol de manera absoluta. Esa debe ser la primera y única prioridad de una organización deportiva profesional.
La tan leal fanaticada que ha llenado el Dodger Stadium con tres millones o más de espectadores por 15 temporadas seguidas se ha ganado el derecho de que sea más importante leer sobre el trabuco que puedan ver en el terreno que historietas encendidas que nada tienen que ver con la pelota.
Y si no están dispuestos a elevar el bien ganado el nombre de los Dodgers por encima de cualquier querella, que vendan el equipo a un verdadero apasionado al mundo de los ponches y los jonrones.
Quizás convenga a Los Angeles alguien que traiga consigo la idea de que la lavandería se hace en casa y que se proponga, primero que nada, traer bienestar beisbolero a una novena esplendorosa.
Que las victorias y los fracasos vuelvan a ser la delicia o la pesadilla de los aficionados, según sea el caso, como cuando disfrutaban las proezas sobre los poderosos Yankees de Nueva York y los Atléticos de Oakland en los Clásicos de Octubre de 1981 y 1988, respectivamente, o cuando sufrían la gota gorda por aquel cuadrangular de Jack Clark que los enterró en la Serie de Campeonato de 1985 frente a los Cardenales de San Luis.
Basta de carnada blanquiazul para los tabloides.
Que vuelva la pelota al primer plano a una ciudad rica en tradición beisbolera tiene que ser el más sincero deseo navideño de un amante del apasionante paraíso de las bolas y los strikes.
Hasta pronto y, por favor, nunca pierdan la esperanza.
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